martes, 30 de julio de 2013

Hiram ha sido asesinado (5) Vicente Alcoseri


SECRETO MASONICO ›
Hiram ha sido asesinado
Salomón galopaba por la llanura de Jerusalén. Su caballo parecía
volar, sus cascos con herraduras de hierro apenas tocaban el suelo.
Huyendo de su palacio y de la copa llena de un vino que la reina de
Saba no bebería nunca, el rey había recorrido la campiña durante días
y días, esperando huir del dolor que le torturaba. No soportaba la
ausencia de Balkis. Con su partida se desvanecía la promesa de una
felicidad cálida como un lago estival. Aquella mujer le habría
mostrado un nuevo camino hacia la sabiduría. Habría formado con ella
una pareja capaz de instaurar la paz en el universo. Cuando el sol de
mediodía se tiñó de negro en su entorno, Salomón creyó que sus ojos
desfallecían. El fenómeno duró algunos segundos. El rey supo que
acababa de morir un ser querido. Aunque el astro hubiera recuperado su
fulgor, espoleó su montura y se lanzó al galope hacia la capital. El
sumo sacerdote le recibió en el umbral del palacio. -Vuestra esposa ha
muerto -reveló Sadoq-. No ha dejado de llamaros hasta lanzar su
postrer suspiro. Nagsara estaba tendida en un parterre de jazmines y
lises, con las manos crispadas sobre su pecho, en el lugar donde había
estado grabado el nombre de Hiram, borrado ahora. Salomón besó en la
frente a la hija del faraón. -Convocad a mi maestro de obras -ordenó
Salomón-. ¿Cuántas veces tendré que repetirlo? -Ha desaparecido -
confesó Elihap. -Pedidle al general Banaias que os ayude. -Hemos
encontrado su perro, Anup. Se ha dejado morir de hambre en la gruta. -
Apresuraos. Quiero ver a Hiram inmediatamente. El secretario se
inclinó y salió precipitadamente del despacho de Salomón. Aquella
misma noche, llevó a palacio unos campesinos que vivían junto al valle
del Cedrón. Uno de ellos afirmaba haber visto a tres miembros de la
cofradía de Hiram que transportaban un pesado fardo, la noche de la
tempestad que había devastado campos y casas. Interrogado por Salomón,
se retractó y pidió una copa llena de agua. Él y sus compañeros se
lavaron las manos, repitiendo la misma fórmula: «Nuestras manos no han
derramado sangre y nuestros ojos no han visto nada». Así se
inocentaban ritualmente de un posible crimen. Al día siguiente, el rey
recibió a los nueve maestros que dirigían la cofradía. Le revelaron
que tres compañeros se habían vanagloriado ante ellos de su abominable
fechoría, esperando que el sucesor de Hiram les agradeciera haberle
liberado de un déspota. ¿No habían actuado con la protección del rey
Salomón? -¡Eso es una ignominia! -protestó el monarca-. ¿Dónde están
estos hombres? -Decepcionados por nuestra negativa a concederles la
maestría, han huido -dijo el portavoz de los nueve maestros-. Hiram ha
sido asesinado. Queremos encontrar su cuerpo. -Yo puedo ayudaros. -Vos
no formáis parte de nuestra cofradía, Majestad. -No obliguéis a
suplicar a un rey. Debo ese homenaje a un genio que fue mi amigo. Los
nueve maestros siguieron a Salomón quien, al salir de la explanada
sacra, tomó el sendero más abrupto que llevaba al valle del Cedrón. Su
mirada estaba dominada por el personaje del maestro de obras vistiendo
el manto de púrpura, durante la inauguración del templo. Las
vibraciones del cetro que el rey mantenía ante sí le indicaban el
camino a seguir. ¿Qué crimen habían cometido, él, Salomón, al conceder
a Sadoq el derecho a castigar a Hiram? ¿No había traicionado al
arquitecto sin querer confesárselo? ¿No había condenado a muerte, con
su cobardía, al único hombre a quien había envidiado? Cuando se
acercaron al cerro, el cetro comenzó a quemar. -Aquí es -advirtió uno
de los maestros-. Ved la tierra removida y la acacia. Los hermanos de
Hiram cavaron y descubrieron el cuerpo. El rostro del maestro de obras
parecía tranquilo, sonriente casi. Su propia sangre le servía de manto
de púrpura. Los maestros formaron un círculo alrededor del cadáver y
celebraron en silencio la memoria del jefe de la cofradía. -Maestre
Hiram descansará en los cimientos de su templo, bajo el Santo de los
santos -decidió Salomón. Las placas blancuzcas en la piel de los
enfermos no dejaban subsistir duda alguna. La lepra se propagaba por
los barrios bajos de Jerusalén. Inexorablemente, roería los rostros.
La mayoría de los miembros de la cofradía, por orden de los nueve
maestros, se habían puesto en camino dirigiéndose a los países
vecinos. La organización creada por Hiram fue desmantelada en los
pueblos y en las aldeas. Expulsaron a los últimos aprendices.
Artesanos sin experiencia se apoderaron de los talleres y los
convirtieron en tenderetes. ¿Para qué habría servido una cofradía de
constructores en un país donde las grandes obras habían concluido?
Salomón no se opuso a la destrucción de la comunidad creada por Hiram.
¿Quién habría podido dirigirla? Cediendo a las súplicas del pueblo, el
rey utilizó el anillo del poder para apaciguar los vientos que traían
la peste. Terminada la invocación, el precioso objeto cayó en las
losas del atrio y se rompió. Sin embargo, la epidemia cesó. El
invierno siguiente al asesinato del maestro de obras, fue el más duro
que los ancianos recordaban. La nieve cayó durante días y días,
cubriendo incluso las llanuras de Samaría y de Judea. Las laderas de
las montañas se habían convertido en glaciares. El culto a Yahvé se
reducía a breves ceremonias pues el fuerte viento que soplaba en la
roca de Jerusalén impedía a los sacerdotes encender el fuego de los
sacrificios. Trocitos de hielo azotaban su rostro, heladas lluvias
atacaban los altares. Circular por las calles de la capital se hacía
difícil. Los habitantes sólo pensaban en encerrarse en sus moradas
alrededor de un hogar o un brasero. El qudim* soplando del este,
barría con sus ráfagas la ciudad de Salomón y creaba torbellinos en el
mar de Galilea. Sadoq, que quería rendir homenaje a Yahvé, murió de
una embolia al pie del gran altar. Fue enterrado a hurtadillas. El rey
no nombró otro sumo sacerdote. Cuando el general Banaias llegó, a su
vez, a los valles de ultratumba, el monarca, ya jefe supremo de los
ejércitos, se limitó a formar un reducido estado mayor. Balkis se
había ido, Hiram había sido asesinado y a Nagsara la había consumido
la desesperación, ¿en quién podía confiar Salomón? Los tres seres a
quienes había amado habían abandonado Israel, como si la paz del rey
no hubiera tocado su corazón ni su alma, como si una maldición pesara
sobre el destino de la Tierra Prometida. La sabiduría le había
abandonado. No había sabido amar a la hija del faraón. Al traicionar a
Hiram, había prescindido del único hombre que nunca le hubiera
traicionado. Al no lograr retener a la reina de Saba, había demostrado
su incapacidad para hacerse amar por quienes eran más grandes que él.
Salomón se embriagó del mundo y de sus locuras. Cada noche se
celebraba un banquete que llenaba el palacio de danzas, cantos y
bromas de borrachos, los comensales se hartaban de carne asada y
bebían chorros de vino. Los diplomáticos extranjeros no dejaban de
elogiar la hospitalidad del rey y la exuberancia de su corte. El
monarca no sólo les ofrecía los mayores caldos provenientes de las
viña de todo Oriente. Muchachas de admirables formas despertaban los
más hastiados deseos. Sentándose en las rodillas de hombres
depravados, iban desnudándose a medida que los ágapes avanzaban y se
transformaban en orgías donde caricias y besos sazonaban las viandas.
Jóvenes vírgenes se añadían a las más expertas cortesanas despertando
la concupiscencia y contribuyendo al prestigio de las fiestas de
Salomón. Transcurrieron así varios años sin que el rey impartiera
justicia. Había abandonado el gobierno del reino a una cohorte de
funcionarios dirigidos por Elihap. Serio, trabajador, el secretario
del rey suplió con talento a su soberano y sólo solicitaba su opinión
en los más delicados asuntos. Había aumentado, con su acuerdo, el
número de soldados cuando el libio Sesonq, a la muerte de Siamon,
había subido al trono de Egipto. Jeroboam había alentado enseguida al
nuevo faraón a preparar la guerra contra Israel. Pero el libio se
mostraba prudente por miedo a sufrir una gran derrota. Prefería el
statu quo. Las numerosas esposas del rey, originarias de los más
diversos países, reclamaron templos y altares para adorar a sus
divinidades favoritas. Salomón comenzó negándose. Cuando, uniéndose en
una conspiración, todas se le negaron, cedió. En las colinas, en las
cimas de las montañas, en el fondo de los valles, tanto en las
ciudades como en las aldeas, se erigieron santuarios paganos donde las
esposas de · Viento que puede ser tan fuerte como el khamsin Salomón
oraban. No se libraron ni los más recónditos lugares, donde había
estado el Arca de la alianza, donde los patriarcas habían escuchado la
voz de Yahvé. En las fuentes de los ríos, en las riberas del mar, en
el umbral del desierto se veneraron oscuros ídolos que se albergaban
en chozas de arcilla, en edificios de madera rodeados de pórticos o
precedidos por avenidas de animales monstruosos. Salomón no creía ya
en Yahvé. Rogó a todas aquellas divinidades extranjeras, esperando que
una de ellas le concediera el descanso que ya no encontraba en el goce
y la embriaguez. El pueblo protestaba en silencio. Salomón violaba la
ley del dios único, pero el país seguía siendo rico y próspero,
arraigado en una paz duradera, fuente de toda felicidad. ¿No dominaba
el rey los espíritus? ¿No poseía más ciencia que cualquier otro hombre
en la tierra? ¿No redactaba los más hermosos poemas, declamados por
los más famosos aedos en la corte de los más ilustres soberanos? ¿La
sabiduría de Salomón no era, acaso, admirada por los poderosos y no
garantizaba la alegría de Israel? Salomón iba envejeciendo y tomó de
nuevo en sus manos las riendas del reino. Tras el placer, se aturdió
con el trabajo. El monarca, relegando a Elihap a una función
subalterna, examinó cada documento, recibió a cada funcionario,
decidió cada detalle administrativo. La claridad de su inteligencia
aportó numerosas mejoras a la gestión de las provincias y al comercio
con el extranjero. El tesoro fue enriqueciéndose. Todos los hebreos
podían saciar su hambre. Todos los nacimientos fueron recibidos como
una bendición por las familias, que celebraban las fiestas con fervor
y daban gracias al Señor por vivir bajo la autoridad del más
benevolente de los soberanos. El rey sin edad había llegado a la
vejez. Su belleza no se había alterado. En aquel rostro perfecto había
una sola arruga, apenas visible. La paz había sido preservada, el
pueblo era feliz, el país respetado... Salomón no había conocido
fracaso alguno en su papel de monarca. Al pronunciar sus sentencias,
no había perjudicado a ninguno de sus súbditos. Salomón estaba solo.
No tenía hijos, ni amigos, ni consejeros. Nadie le comprendía. Nadie
intentaba averiguar el misterio de su corazón. El rey ya no se
rebelaba contra Yahvé. Ya no rezaba a divinidad alguna. La
desesperación era su alimento cotidiano. ¿Acaso, justos o malvados, no
se dirigían hombres y bestias hacia la misma nada? ¿No nacían del
polvo de las estrellas para regresar al de la tierra? Aquel cuya
sabiduría se alababa, chocaba contra un muro infranqueable: la obra
divina. No había descifrado ninguno de sus arcanos. Ahora sabía que
nadie iba a lograrlo. Todo era vanidad. Cuando floreció la primavera,
Salomón comprendió que iba a ser la última. Salió de palacio y se
dirigió al templo, donde no había entrado desde hacía muchos años.
Solo en el Santo de los santos, no escuchó la voz de Dios pero vio el
porvenir. Un porvenir en el que la paz se rompía, en el que las tribus
de Israel se desgarraban de nuevo, en el que ejércitos ávidos de
sangre invadían el país, en el que el santuario de Yahvé era
desvalijado y destruido. Un porvenir en el que la Tierra Prometida
sería gobernada por hombres débiles, de acuerdo con una política
miserable, intentando sólo satisfacer sus más bajos instintos. Un
porvenir en el que el pueblo no descansaría ya bajo la higuera y el
olivo, gozando del buen tiempo. Salomón supo que, cuando él muriera,
su obra quedaría aniquilada. Nada le sobreviviría. El rey dejó la
corona y el cetro, se quitó el manto bordado de hilos de oro, bajó por
el sendero que llevaba al valle del Cedrón y partió hacia el desierto.
Por el camino, rompió una rama para hacerse un bastón. El joven sol le
quemaba la frente. Sus pies estuvieron pronto doloridos. Pero caminó y
siguió caminando, como el más humilde de los peregrinos. Salomón había
decidido adentrarse en la soledad hasta que se manifestara una señal
de Dios. ¿No tenía ahora la seguridad de que éxito y fracaso eran sólo
vanidad, como la alegría y el dolor? Para él, sólo existía un pasado
que se desvanecía ya en un roto horizonte. Para su pueblo quedaban
años de plenitud y serenidad que dejarían rastro en la memoria de
Israel. Tal vez, en un tiempo tan lejano que el pensamiento del rey no
podría percibirlo, fuera la levadura de una nueva era de paz. Las
alturas de Jerusalén no eran ya visibles. El templo había
desaparecido. Aunque sin fuerzas ya, Salomón seguía su camino. No
tenía ya objetivo, no tenía razón para luchar, sólo aquella búsqueda
desesperada de una sabiduría inaccesible que le hubiera gustado
entrever, si no conquistar. Cuando le falló el corazón, el viejo
soberano se detuvo al pie de una acacia en flor. Dios no le había
hablado pero, en la claridad de la primavera, distinguió los contornos
de un rostro inmenso, tan amplio como la tierra, tan alto como el
cielo, el rostro de maestre Hiram, grave y sonriente, transido de una
apacible sabiduría. El maestro de obras le perdonaba su traición. Le
aguardaba al otro lado de la muerte. Salomón se apoyó en la acacia y
se durmió en la luz. https://groups.google.com/forum/#!searchin/secreto-masonico/muerte$20%7Csort:relevance/secreto-masonico/bMlCvBTHw-U/8f6zTS_DNTQJ

Foto: SECRETO MASONICO ›
Hiram ha sido asesinado
Salomón galopaba por la llanura de Jerusalén. Su caballo parecía 
volar, sus cascos con herraduras de hierro apenas tocaban el suelo. 
Huyendo de su palacio y de la copa llena de un vino que la reina de 
Saba no bebería nunca, el rey había recorrido la campiña durante días 
y días, esperando huir del dolor que le torturaba. No soportaba la 
ausencia de Balkis. Con su partida se desvanecía la promesa de una 
felicidad cálida como un lago estival. Aquella mujer le habría 
mostrado un nuevo camino hacia la sabiduría. Habría formado con ella 
una pareja capaz de instaurar la paz en el universo. Cuando el sol de 
mediodía se tiñó de negro en su entorno, Salomón creyó que sus ojos 
desfallecían. El fenómeno duró algunos segundos. El rey supo que 
acababa de morir un ser querido. Aunque el astro hubiera recuperado su 
fulgor, espoleó su montura y se lanzó al galope hacia la capital. El 
sumo sacerdote le recibió en el umbral del palacio. -Vuestra esposa ha 
muerto -reveló Sadoq-. No ha dejado de llamaros hasta lanzar su 
postrer suspiro. Nagsara estaba tendida en un parterre de jazmines y 
lises, con las manos crispadas sobre su pecho, en el lugar donde había 
estado grabado el nombre de Hiram, borrado ahora. Salomón besó en la 
frente a la hija del faraón. -Convocad a mi maestro de obras -ordenó 
Salomón-. ¿Cuántas veces tendré que repetirlo? -Ha desaparecido - 
confesó Elihap. -Pedidle al general Banaias que os ayude. -Hemos 
encontrado su perro, Anup. Se ha dejado morir de hambre en la gruta. - 
Apresuraos. Quiero ver a Hiram inmediatamente. El secretario se 
inclinó y salió precipitadamente del despacho de Salomón. Aquella 
misma noche, llevó a palacio unos campesinos que vivían junto al valle 
del Cedrón. Uno de ellos afirmaba haber visto a tres miembros de la 
cofradía de Hiram que transportaban un pesado fardo, la noche de la 
tempestad que había devastado campos y casas. Interrogado por Salomón, 
se retractó y pidió una copa llena de agua. Él y sus compañeros se 
lavaron las manos, repitiendo la misma fórmula: «Nuestras manos no han 
derramado sangre y nuestros ojos no han visto nada». Así se 
inocentaban ritualmente de un posible crimen. Al día siguiente, el rey 
recibió a los nueve maestros que dirigían la cofradía. Le revelaron 
que tres compañeros se habían vanagloriado ante ellos de su abominable 
fechoría, esperando que el sucesor de Hiram les agradeciera haberle 
liberado de un déspota. ¿No habían actuado con la protección del rey 
Salomón? -¡Eso es una ignominia! -protestó el monarca-. ¿Dónde están 
estos hombres? -Decepcionados por nuestra negativa a concederles la 
maestría, han huido -dijo el portavoz de los nueve maestros-. Hiram ha 
sido asesinado. Queremos encontrar su cuerpo. -Yo puedo ayudaros. -Vos 
no formáis parte de nuestra cofradía, Majestad. -No obliguéis a 
suplicar a un rey. Debo ese homenaje a un genio que fue mi amigo. Los 
nueve maestros siguieron a Salomón quien, al salir de la explanada 
sacra, tomó el sendero más abrupto que llevaba al valle del Cedrón. Su 
mirada estaba dominada por el personaje del maestro de obras vistiendo 
el manto de púrpura, durante la inauguración del templo. Las 
vibraciones del cetro que el rey mantenía ante sí le indicaban el 
camino a seguir. ¿Qué crimen habían cometido, él, Salomón, al conceder 
a Sadoq el derecho a castigar a Hiram? ¿No había traicionado al 
arquitecto sin querer confesárselo? ¿No había condenado a muerte, con 
su cobardía, al único hombre a quien había envidiado? Cuando se 
acercaron al cerro, el cetro comenzó a quemar. -Aquí es -advirtió uno 
de los maestros-. Ved la tierra removida y la acacia. Los hermanos de 
Hiram cavaron y descubrieron el cuerpo. El rostro del maestro de obras 
parecía tranquilo, sonriente casi. Su propia sangre le servía de manto 
de púrpura. Los maestros formaron un círculo alrededor del cadáver y 
celebraron en silencio la memoria del jefe de la cofradía. -Maestre 
Hiram descansará en los cimientos de su templo, bajo el Santo de los 
santos -decidió Salomón. Las placas blancuzcas en la piel de los 
enfermos no dejaban subsistir duda alguna. La lepra se propagaba por 
los barrios bajos de Jerusalén. Inexorablemente, roería los rostros. 
La mayoría de los miembros de la cofradía, por orden de los nueve 
maestros, se habían puesto en camino dirigiéndose a los países 
vecinos. La organización creada por Hiram fue desmantelada en los 
pueblos y en las aldeas. Expulsaron a los últimos aprendices. 
Artesanos sin experiencia se apoderaron de los talleres y los 
convirtieron en tenderetes. ¿Para qué habría servido una cofradía de 
constructores en un país donde las grandes obras habían concluido? 
Salomón no se opuso a la destrucción de la comunidad creada por Hiram. 
¿Quién habría podido dirigirla? Cediendo a las súplicas del pueblo, el 
rey utilizó el anillo del poder para apaciguar los vientos que traían 
la peste. Terminada la invocación, el precioso objeto cayó en las 
losas del atrio y se rompió. Sin embargo, la epidemia cesó. El 
invierno siguiente al asesinato del maestro de obras, fue el más duro 
que los ancianos recordaban. La nieve cayó durante días y días, 
cubriendo incluso las llanuras de Samaría y de Judea. Las laderas de 
las montañas se habían convertido en glaciares. El culto a Yahvé se 
reducía a breves ceremonias pues el fuerte viento que soplaba en la 
roca de Jerusalén impedía a los sacerdotes encender el fuego de los 
sacrificios. Trocitos de hielo azotaban su rostro, heladas lluvias 
atacaban los altares. Circular por las calles de la capital se hacía 
difícil. Los habitantes sólo pensaban en encerrarse en sus moradas 
alrededor de un hogar o un brasero. El qudim* soplando del este, 
barría con sus ráfagas la ciudad de Salomón y creaba torbellinos en el 
mar de Galilea. Sadoq, que quería rendir homenaje a Yahvé, murió de 
una embolia al pie del gran altar. Fue enterrado a hurtadillas. El rey 
no nombró otro sumo sacerdote. Cuando el general Banaias llegó, a su 
vez, a los valles de ultratumba, el monarca, ya jefe supremo de los 
ejércitos, se limitó a formar un reducido estado mayor. Balkis se 
había ido, Hiram había sido asesinado y a Nagsara la había consumido 
la desesperación, ¿en quién podía confiar Salomón? Los tres seres a 
quienes había amado habían abandonado Israel, como si la paz del rey 
no hubiera tocado su corazón ni su alma, como si una maldición pesara 
sobre el destino de la Tierra Prometida. La sabiduría le había 
abandonado. No había sabido amar a la hija del faraón. Al traicionar a 
Hiram, había prescindido del único hombre que nunca le hubiera 
traicionado. Al no lograr retener a la reina de Saba, había demostrado 
su incapacidad para hacerse amar por quienes eran más grandes que él. 
Salomón se embriagó del mundo y de sus locuras. Cada noche se 
celebraba un banquete que llenaba el palacio de danzas, cantos y 
bromas de borrachos, los comensales se hartaban de carne asada y 
bebían chorros de vino. Los diplomáticos extranjeros no dejaban de 
elogiar la hospitalidad del rey y la exuberancia de su corte. El 
monarca no sólo les ofrecía los mayores caldos provenientes de las 
viña de todo Oriente. Muchachas de admirables formas despertaban los 
más hastiados deseos. Sentándose en las rodillas de hombres 
depravados, iban desnudándose a medida que los ágapes avanzaban y se 
transformaban en orgías donde caricias y besos sazonaban las viandas. 
Jóvenes vírgenes se añadían a las más expertas cortesanas despertando 
la concupiscencia y contribuyendo al prestigio de las fiestas de 
Salomón. Transcurrieron así varios años sin que el rey impartiera 
justicia. Había abandonado el gobierno del reino a una cohorte de 
funcionarios dirigidos por Elihap. Serio, trabajador, el secretario 
del rey suplió con talento a su soberano y sólo solicitaba su opinión 
en los más delicados asuntos. Había aumentado, con su acuerdo, el 
número de soldados cuando el libio Sesonq, a la muerte de Siamon, 
había subido al trono de Egipto. Jeroboam había alentado enseguida al 
nuevo faraón a preparar la guerra contra Israel. Pero el libio se 
mostraba prudente por miedo a sufrir una gran derrota. Prefería el 
statu quo. Las numerosas esposas del rey, originarias de los más 
diversos países, reclamaron templos y altares para adorar a sus 
divinidades favoritas. Salomón comenzó negándose. Cuando, uniéndose en 
una conspiración, todas se le negaron, cedió. En las colinas, en las 
cimas de las montañas, en el fondo de los valles, tanto en las 
ciudades como en las aldeas, se erigieron santuarios paganos donde las 
esposas de · Viento que puede ser tan fuerte como el khamsin Salomón 
oraban. No se libraron ni los más recónditos lugares, donde había 
estado el Arca de la alianza, donde los patriarcas habían escuchado la 
voz de Yahvé. En las fuentes de los ríos, en las riberas del mar, en 
el umbral del desierto se veneraron oscuros ídolos que se albergaban 
en chozas de arcilla, en edificios de madera rodeados de pórticos o 
precedidos por avenidas de animales monstruosos. Salomón no creía ya 
en Yahvé. Rogó a todas aquellas divinidades extranjeras, esperando que 
una de ellas le concediera el descanso que ya no encontraba en el goce 
y la embriaguez. El pueblo protestaba en silencio. Salomón violaba la 
ley del dios único, pero el país seguía siendo rico y próspero, 
arraigado en una paz duradera, fuente de toda felicidad. ¿No dominaba 
el rey los espíritus? ¿No poseía más ciencia que cualquier otro hombre 
en la tierra? ¿No redactaba los más hermosos poemas, declamados por 
los más famosos aedos en la corte de los más ilustres soberanos? ¿La 
sabiduría de Salomón no era, acaso, admirada por los poderosos y no 
garantizaba la alegría de Israel? Salomón iba envejeciendo y tomó de 
nuevo en sus manos las riendas del reino. Tras el placer, se aturdió 
con el trabajo. El monarca, relegando a Elihap a una función 
subalterna, examinó cada documento, recibió a cada funcionario, 
decidió cada detalle administrativo. La claridad de su inteligencia 
aportó numerosas mejoras a la gestión de las provincias y al comercio 
con el extranjero. El tesoro fue enriqueciéndose. Todos los hebreos 
podían saciar su hambre. Todos los nacimientos fueron recibidos como 
una bendición por las familias, que celebraban las fiestas con fervor 
y daban gracias al Señor por vivir bajo la autoridad del más 
benevolente de los soberanos. El rey sin edad había llegado a la 
vejez. Su belleza no se había alterado. En aquel rostro perfecto había 
una sola arruga, apenas visible. La paz había sido preservada, el 
pueblo era feliz, el país respetado... Salomón no había conocido 
fracaso alguno en su papel de monarca. Al pronunciar sus sentencias, 
no había perjudicado a ninguno de sus súbditos. Salomón estaba solo. 
No tenía hijos, ni amigos, ni consejeros. Nadie le comprendía. Nadie 
intentaba averiguar el misterio de su corazón. El rey ya no se 
rebelaba contra Yahvé. Ya no rezaba a divinidad alguna. La 
desesperación era su alimento cotidiano. ¿Acaso, justos o malvados, no 
se dirigían hombres y bestias hacia la misma nada? ¿No nacían del 
polvo de las estrellas para regresar al de la tierra? Aquel cuya 
sabiduría se alababa, chocaba contra un muro infranqueable: la obra 
divina. No había descifrado ninguno de sus arcanos. Ahora sabía que 
nadie iba a lograrlo. Todo era vanidad. Cuando floreció la primavera, 
Salomón comprendió que iba a ser la última. Salió de palacio y se 
dirigió al templo, donde no había entrado desde hacía muchos años. 
Solo en el Santo de los santos, no escuchó la voz de Dios pero vio el 
porvenir. Un porvenir en el que la paz se rompía, en el que las tribus 
de Israel se desgarraban de nuevo, en el que ejércitos ávidos de 
sangre invadían el país, en el que el santuario de Yahvé era 
desvalijado y destruido. Un porvenir en el que la Tierra Prometida 
sería gobernada por hombres débiles, de acuerdo con una política 
miserable, intentando sólo satisfacer sus más bajos instintos. Un 
porvenir en el que el pueblo no descansaría ya bajo la higuera y el 
olivo, gozando del buen tiempo. Salomón supo que, cuando él muriera, 
su obra quedaría aniquilada. Nada le sobreviviría. El rey dejó la 
corona y el cetro, se quitó el manto bordado de hilos de oro, bajó por 
el sendero que llevaba al valle del Cedrón y partió hacia el desierto. 
Por el camino, rompió una rama para hacerse un bastón. El joven sol le 
quemaba la frente. Sus pies estuvieron pronto doloridos. Pero caminó y 
siguió caminando, como el más humilde de los peregrinos. Salomón había 
decidido adentrarse en la soledad hasta que se manifestara una señal 
de Dios. ¿No tenía ahora la seguridad de que éxito y fracaso eran sólo 
vanidad, como la alegría y el dolor? Para él, sólo existía un pasado 
que se desvanecía ya en un roto horizonte. Para su pueblo quedaban 
años de plenitud y serenidad que dejarían rastro en la memoria de 
Israel. Tal vez, en un tiempo tan lejano que el pensamiento del rey no 
podría percibirlo, fuera la levadura de una nueva era de paz. Las 
alturas de Jerusalén no eran ya visibles. El templo había 
desaparecido. Aunque sin fuerzas ya, Salomón seguía su camino. No 
tenía ya objetivo, no tenía razón para luchar, sólo aquella búsqueda 
desesperada de una sabiduría inaccesible que le hubiera gustado 
entrever, si no conquistar. Cuando le falló el corazón, el viejo 
soberano se detuvo al pie de una acacia en flor. Dios no le había 
hablado pero, en la claridad de la primavera, distinguió los contornos 
de un rostro inmenso, tan amplio como la tierra, tan alto como el 
cielo, el rostro de maestre Hiram, grave y sonriente, transido de una 
apacible sabiduría. El maestro de obras le perdonaba su traición. Le 
aguardaba al otro lado de la muerte. Salomón se apoyó en la acacia y 
se durmió en la luz.   https://groups.google.com/forum/#!searchin/secreto-masonico/muerte$20%7Csort:relevance/secreto-masonico/bMlCvBTHw-U/8f6zTS_DNTQJ
Foto: SECRETO MASONICO ›
Hiram ha sido asesinado
Salomón galopaba por la llanura de Jerusalén. Su caballo parecía 
volar, sus cascos con herraduras de hierro apenas tocaban el suelo. 
Huyendo de su palacio y de la copa llena de un vino que la reina de 
Saba no bebería nunca, el rey había recorrido la campiña durante días 
y días, esperando huir del dolor que le torturaba. No soportaba la 
ausencia de Balkis. Con su partida se desvanecía la promesa de una 
felicidad cálida como un lago estival. Aquella mujer le habría 
mostrado un nuevo camino hacia la sabiduría. Habría formado con ella 
una pareja capaz de instaurar la paz en el universo. Cuando el sol de 
mediodía se tiñó de negro en su entorno, Salomón creyó que sus ojos 
desfallecían. El fenómeno duró algunos segundos. El rey supo que 
acababa de morir un ser querido. Aunque el astro hubiera recuperado su 
fulgor, espoleó su montura y se lanzó al galope hacia la capital. El 
sumo sacerdote le recibió en el umbral del palacio. -Vuestra esposa ha 
muerto -reveló Sadoq-. No ha dejado de llamaros hasta lanzar su 
postrer suspiro. Nagsara estaba tendida en un parterre de jazmines y 
lises, con las manos crispadas sobre su pecho, en el lugar donde había 
estado grabado el nombre de Hiram, borrado ahora. Salomón besó en la 
frente a la hija del faraón. -Convocad a mi maestro de obras -ordenó 
Salomón-. ¿Cuántas veces tendré que repetirlo? -Ha desaparecido - 
confesó Elihap. -Pedidle al general Banaias que os ayude. -Hemos 
encontrado su perro, Anup. Se ha dejado morir de hambre en la gruta. - 
Apresuraos. Quiero ver a Hiram inmediatamente. El secretario se 
inclinó y salió precipitadamente del despacho de Salomón. Aquella 
misma noche, llevó a palacio unos campesinos que vivían junto al valle 
del Cedrón. Uno de ellos afirmaba haber visto a tres miembros de la 
cofradía de Hiram que transportaban un pesado fardo, la noche de la 
tempestad que había devastado campos y casas. Interrogado por Salomón, 
se retractó y pidió una copa llena de agua. Él y sus compañeros se 
lavaron las manos, repitiendo la misma fórmula: «Nuestras manos no han 
derramado sangre y nuestros ojos no han visto nada». Así se 
inocentaban ritualmente de un posible crimen. Al día siguiente, el rey 
recibió a los nueve maestros que dirigían la cofradía. Le revelaron 
que tres compañeros se habían vanagloriado ante ellos de su abominable 
fechoría, esperando que el sucesor de Hiram les agradeciera haberle 
liberado de un déspota. ¿No habían actuado con la protección del rey 
Salomón? -¡Eso es una ignominia! -protestó el monarca-. ¿Dónde están 
estos hombres? -Decepcionados por nuestra negativa a concederles la 
maestría, han huido -dijo el portavoz de los nueve maestros-. Hiram ha 
sido asesinado. Queremos encontrar su cuerpo. -Yo puedo ayudaros. -Vos 
no formáis parte de nuestra cofradía, Majestad. -No obliguéis a 
suplicar a un rey. Debo ese homenaje a un genio que fue mi amigo. Los 
nueve maestros siguieron a Salomón quien, al salir de la explanada 
sacra, tomó el sendero más abrupto que llevaba al valle del Cedrón. Su 
mirada estaba dominada por el personaje del maestro de obras vistiendo 
el manto de púrpura, durante la inauguración del templo. Las 
vibraciones del cetro que el rey mantenía ante sí le indicaban el 
camino a seguir. ¿Qué crimen habían cometido, él, Salomón, al conceder 
a Sadoq el derecho a castigar a Hiram? ¿No había traicionado al 
arquitecto sin querer confesárselo? ¿No había condenado a muerte, con 
su cobardía, al único hombre a quien había envidiado? Cuando se 
acercaron al cerro, el cetro comenzó a quemar. -Aquí es -advirtió uno 
de los maestros-. Ved la tierra removida y la acacia. Los hermanos de 
Hiram cavaron y descubrieron el cuerpo. El rostro del maestro de obras 
parecía tranquilo, sonriente casi. Su propia sangre le servía de manto 
de púrpura. Los maestros formaron un círculo alrededor del cadáver y 
celebraron en silencio la memoria del jefe de la cofradía. -Maestre 
Hiram descansará en los cimientos de su templo, bajo el Santo de los 
santos -decidió Salomón. Las placas blancuzcas en la piel de los 
enfermos no dejaban subsistir duda alguna. La lepra se propagaba por 
los barrios bajos de Jerusalén. Inexorablemente, roería los rostros. 
La mayoría de los miembros de la cofradía, por orden de los nueve 
maestros, se habían puesto en camino dirigiéndose a los países 
vecinos. La organización creada por Hiram fue desmantelada en los 
pueblos y en las aldeas. Expulsaron a los últimos aprendices. 
Artesanos sin experiencia se apoderaron de los talleres y los 
convirtieron en tenderetes. ¿Para qué habría servido una cofradía de 
constructores en un país donde las grandes obras habían concluido? 
Salomón no se opuso a la destrucción de la comunidad creada por Hiram. 
¿Quién habría podido dirigirla? Cediendo a las súplicas del pueblo, el 
rey utilizó el anillo del poder para apaciguar los vientos que traían 
la peste. Terminada la invocación, el precioso objeto cayó en las 
losas del atrio y se rompió. Sin embargo, la epidemia cesó. El 
invierno siguiente al asesinato del maestro de obras, fue el más duro 
que los ancianos recordaban. La nieve cayó durante días y días, 
cubriendo incluso las llanuras de Samaría y de Judea. Las laderas de 
las montañas se habían convertido en glaciares. El culto a Yahvé se 
reducía a breves ceremonias pues el fuerte viento que soplaba en la 
roca de Jerusalén impedía a los sacerdotes encender el fuego de los 
sacrificios. Trocitos de hielo azotaban su rostro, heladas lluvias 
atacaban los altares. Circular por las calles de la capital se hacía 
difícil. Los habitantes sólo pensaban en encerrarse en sus moradas 
alrededor de un hogar o un brasero. El qudim* soplando del este, 
barría con sus ráfagas la ciudad de Salomón y creaba torbellinos en el 
mar de Galilea. Sadoq, que quería rendir homenaje a Yahvé, murió de 
una embolia al pie del gran altar. Fue enterrado a hurtadillas. El rey 
no nombró otro sumo sacerdote. Cuando el general Banaias llegó, a su 
vez, a los valles de ultratumba, el monarca, ya jefe supremo de los 
ejércitos, se limitó a formar un reducido estado mayor. Balkis se 
había ido, Hiram había sido asesinado y a Nagsara la había consumido 
la desesperación, ¿en quién podía confiar Salomón? Los tres seres a 
quienes había amado habían abandonado Israel, como si la paz del rey 
no hubiera tocado su corazón ni su alma, como si una maldición pesara 
sobre el destino de la Tierra Prometida. La sabiduría le había 
abandonado. No había sabido amar a la hija del faraón. Al traicionar a 
Hiram, había prescindido del único hombre que nunca le hubiera 
traicionado. Al no lograr retener a la reina de Saba, había demostrado 
su incapacidad para hacerse amar por quienes eran más grandes que él. 
Salomón se embriagó del mundo y de sus locuras. Cada noche se 
celebraba un banquete que llenaba el palacio de danzas, cantos y 
bromas de borrachos, los comensales se hartaban de carne asada y 
bebían chorros de vino. Los diplomáticos extranjeros no dejaban de 
elogiar la hospitalidad del rey y la exuberancia de su corte. El 
monarca no sólo les ofrecía los mayores caldos provenientes de las 
viña de todo Oriente. Muchachas de admirables formas despertaban los 
más hastiados deseos. Sentándose en las rodillas de hombres 
depravados, iban desnudándose a medida que los ágapes avanzaban y se 
transformaban en orgías donde caricias y besos sazonaban las viandas. 
Jóvenes vírgenes se añadían a las más expertas cortesanas despertando 
la concupiscencia y contribuyendo al prestigio de las fiestas de 
Salomón. Transcurrieron así varios años sin que el rey impartiera 
justicia. Había abandonado el gobierno del reino a una cohorte de 
funcionarios dirigidos por Elihap. Serio, trabajador, el secretario 
del rey suplió con talento a su soberano y sólo solicitaba su opinión 
en los más delicados asuntos. Había aumentado, con su acuerdo, el 
número de soldados cuando el libio Sesonq, a la muerte de Siamon, 
había subido al trono de Egipto. Jeroboam había alentado enseguida al 
nuevo faraón a preparar la guerra contra Israel. Pero el libio se 
mostraba prudente por miedo a sufrir una gran derrota. Prefería el 
statu quo. Las numerosas esposas del rey, originarias de los más 
diversos países, reclamaron templos y altares para adorar a sus 
divinidades favoritas. Salomón comenzó negándose. Cuando, uniéndose en 
una conspiración, todas se le negaron, cedió. En las colinas, en las 
cimas de las montañas, en el fondo de los valles, tanto en las 
ciudades como en las aldeas, se erigieron santuarios paganos donde las 
esposas de · Viento que puede ser tan fuerte como el khamsin Salomón 
oraban. No se libraron ni los más recónditos lugares, donde había 
estado el Arca de la alianza, donde los patriarcas habían escuchado la 
voz de Yahvé. En las fuentes de los ríos, en las riberas del mar, en 
el umbral del desierto se veneraron oscuros ídolos que se albergaban 
en chozas de arcilla, en edificios de madera rodeados de pórticos o 
precedidos por avenidas de animales monstruosos. Salomón no creía ya 
en Yahvé. Rogó a todas aquellas divinidades extranjeras, esperando que 
una de ellas le concediera el descanso que ya no encontraba en el goce 
y la embriaguez. El pueblo protestaba en silencio. Salomón violaba la 
ley del dios único, pero el país seguía siendo rico y próspero, 
arraigado en una paz duradera, fuente de toda felicidad. ¿No dominaba 
el rey los espíritus? ¿No poseía más ciencia que cualquier otro hombre 
en la tierra? ¿No redactaba los más hermosos poemas, declamados por 
los más famosos aedos en la corte de los más ilustres soberanos? ¿La 
sabiduría de Salomón no era, acaso, admirada por los poderosos y no 
garantizaba la alegría de Israel? Salomón iba envejeciendo y tomó de 
nuevo en sus manos las riendas del reino. Tras el placer, se aturdió 
con el trabajo. El monarca, relegando a Elihap a una función 
subalterna, examinó cada documento, recibió a cada funcionario, 
decidió cada detalle administrativo. La claridad de su inteligencia 
aportó numerosas mejoras a la gestión de las provincias y al comercio 
con el extranjero. El tesoro fue enriqueciéndose. Todos los hebreos 
podían saciar su hambre. Todos los nacimientos fueron recibidos como 
una bendición por las familias, que celebraban las fiestas con fervor 
y daban gracias al Señor por vivir bajo la autoridad del más 
benevolente de los soberanos. El rey sin edad había llegado a la 
vejez. Su belleza no se había alterado. En aquel rostro perfecto había 
una sola arruga, apenas visible. La paz había sido preservada, el 
pueblo era feliz, el país respetado... Salomón no había conocido 
fracaso alguno en su papel de monarca. Al pronunciar sus sentencias, 
no había perjudicado a ninguno de sus súbditos. Salomón estaba solo. 
No tenía hijos, ni amigos, ni consejeros. Nadie le comprendía. Nadie 
intentaba averiguar el misterio de su corazón. El rey ya no se 
rebelaba contra Yahvé. Ya no rezaba a divinidad alguna. La 
desesperación era su alimento cotidiano. ¿Acaso, justos o malvados, no 
se dirigían hombres y bestias hacia la misma nada? ¿No nacían del 
polvo de las estrellas para regresar al de la tierra? Aquel cuya 
sabiduría se alababa, chocaba contra un muro infranqueable: la obra 
divina. No había descifrado ninguno de sus arcanos. Ahora sabía que 
nadie iba a lograrlo. Todo era vanidad. Cuando floreció la primavera, 
Salomón comprendió que iba a ser la última. Salió de palacio y se 
dirigió al templo, donde no había entrado desde hacía muchos años. 
Solo en el Santo de los santos, no escuchó la voz de Dios pero vio el 
porvenir. Un porvenir en el que la paz se rompía, en el que las tribus 
de Israel se desgarraban de nuevo, en el que ejércitos ávidos de 
sangre invadían el país, en el que el santuario de Yahvé era 
desvalijado y destruido. Un porvenir en el que la Tierra Prometida 
sería gobernada por hombres débiles, de acuerdo con una política 
miserable, intentando sólo satisfacer sus más bajos instintos. Un 
porvenir en el que el pueblo no descansaría ya bajo la higuera y el 
olivo, gozando del buen tiempo. Salomón supo que, cuando él muriera, 
su obra quedaría aniquilada. Nada le sobreviviría. El rey dejó la 
corona y el cetro, se quitó el manto bordado de hilos de oro, bajó por 
el sendero que llevaba al valle del Cedrón y partió hacia el desierto. 
Por el camino, rompió una rama para hacerse un bastón. El joven sol le 
quemaba la frente. Sus pies estuvieron pronto doloridos. Pero caminó y 
siguió caminando, como el más humilde de los peregrinos. Salomón había 
decidido adentrarse en la soledad hasta que se manifestara una señal 
de Dios. ¿No tenía ahora la seguridad de que éxito y fracaso eran sólo 
vanidad, como la alegría y el dolor? Para él, sólo existía un pasado 
que se desvanecía ya en un roto horizonte. Para su pueblo quedaban 
años de plenitud y serenidad que dejarían rastro en la memoria de 
Israel. Tal vez, en un tiempo tan lejano que el pensamiento del rey no 
podría percibirlo, fuera la levadura de una nueva era de paz. Las 
alturas de Jerusalén no eran ya visibles. El templo había 
desaparecido. Aunque sin fuerzas ya, Salomón seguía su camino. No 
tenía ya objetivo, no tenía razón para luchar, sólo aquella búsqueda 
desesperada de una sabiduría inaccesible que le hubiera gustado 
entrever, si no conquistar. Cuando le falló el corazón, el viejo 
soberano se detuvo al pie de una acacia en flor. Dios no le había 
hablado pero, en la claridad de la primavera, distinguió los contornos 
de un rostro inmenso, tan amplio como la tierra, tan alto como el 
cielo, el rostro de maestre Hiram, grave y sonriente, transido de una 
apacible sabiduría. El maestro de obras le perdonaba su traición. Le 
aguardaba al otro lado de la muerte. Salomón se apoyó en la acacia y 
se durmió en la luz.   https://groups.google.com/forum/#!searchin/secreto-masonico/muerte$20%7Csort:relevance/secreto-masonico/bMlCvBTHw-U/8f6zTS_DNTQJ
(5) Vicente Alcoseri

No hay comentarios.:

Publicar un comentario